Text d'Antonio Sanchis


EL CABANYAL, UN PUEBLO DE RAIGAMBRE



El Cabanyal es mucho más que un barrio. Podríamos considerarlo más bien como un pueblo. Y desde luego un pueblo precioso. Pocos barrios o pueblos tendrán una vitalidad tan fuerte y colorista, tanta unidad arquitectónica y tan adecuada a sus costumbres y tanta simbiosis con su entorno marítimo. Porque el Cabanyal es un genuino hijo de esa mar que le penetra hasta los huesos. Su carácter más genuino, su lenguaje y sus costumbres están condicionados por ese mar cercano, blando y tumultuoso, fecundo y agresivo. Pocos barrios tendrán una población más orgullosa de su historia, que se precia de conocer muy bien, y que no cesa de estimularse en su progresivo conocimiento.

Tendremos que esperar a 1430 para tener una primera alusión al nombre del Cabanyal. En esa fecha se encarga a Gabriel Pi, “pescador de la ciudad de Valencia, lugarteniente de los Jurados del Común de Pescadores, así en el Cabañal como en la ribera del mar y en la gola de la Albufera” que tenga a raya o detenga a los pescadores que alboroten o que no usen las debidas artes de pesca.

La pesca era lo que proporcionaba su identidad a ese Cabanyal con los pies siempre mojados por las olas. Y lo que le llegó a distinguir a partir del siglo XVIII fue su dedicación a la pesca del bou. Este arte de pesca no es más que una modificación del arte llamado “ganguil”, en el que una sola barca arrastraba los dos cabos de la red. La pesca de bou fue un avance preindustrial de este sistema de pesca y popularmente es el arte más conocido por haber gozado de una representación gráfica excepcional en los lienzos de Sorolla.

El caso es que, dedicados al bou, al palangre, al ganguil o al rall, los cabanyaleros, igual que sus vecinos de la Albufera, hacían de la pesca su ocupación primordial por no decir exclusiva. Justo lo que necesitaba el gobierno de Felpe V: un colectivo de hombres hechos a las batallas del mar y que, en caso de guerra, fueran capaces de tripular los barcos de la Armada real. Los pescadores del bou, además de pescar, debían ponerse al servicio de la Corona que debía sostener un inmenso imperio ultramarino. Patiño y Ensenada, ministros de Felipe V, debieron atender al reclutamiento de la marinería estableciendo la matrícula de mar, es decir, un sistema de enrolamiento obligatorio, que exigía a la gente de mar la prestación del servicio naval a cambio del monopolio del ejercicio de las actividades productivas relacionadas con el mar. A cambio de esas ventajas para la pesca, el cabanyalero debía estar disponible para el servicio hasta los 60 años: el matriculado era simplemente un soldado en la reserva, al servicio de los reales bajeles, que en su tiempo libre se dedicaba a la pesca. Por todo esto, el oficio que figuraba en la cédula de identidad de los vecinos del Cabanyal no era el de pescadores ni el de portuarios, sino el de “matriculados”.
                                                                                                                                  

Tormentas en el mar; fuego en la tierra


Por mucho que reconozcamos el tipismo de las barracas hay que advertir que no eran más que viviendas de circunstancias, de adquisición o construcción asequible, pero algo precarias y peligrosas. Están bastante documentados los incendios de 1796 y 1875 pero hay indicios y datos de otros muchos. Ya en 1573, el lugarteniente del baile general del reino manda publicar esta prohibición: “que ninguna persona de qualsevol llei o condicio que sia no sia gosat pasar foch de ninguna barraca en altra, axi en les barraques de la Albufera com del cabanyal sino es posat dins una olleta, sots pena de vint sous y pagar lo dany ques fara en dites barraques o devesa”.

Y en 1724 arden 11 barracas “junto a la alquería que llaman del Capellá o de la Llanterna, frente del Mar y a vista también de la hermita de Ntra. Señora. de los Ángeles”.

Después tenemos el del 21 de febrero de 1796, verdaderamente calamitoso, pero del que el Cabanyal supo reponerse hasta el punto de que 40 años más tarde llega a considerarse con suficiente musculatura como para andar solo y, efectivamente, en 1836 consigue la anhelada independencia como pueblo, constituyendo un Ayuntamiento constitucional que abarca sus tres zonas, divididas por sus tres acequias: Canyamelar, de Riuet a Gas; Cabanyal, de Gas a Pixavaques o Ángels, y Cap de França, de Ángels al Arquet o Cadena, es decir la Malva-rosa.

La sorpresa de la nueva tierra


Junto con los incendio, otro fenómeno altera la vida del Cabanyal: casi de repente, el pueblo empieza a crecer. Pero no sólo en número de viviendas o de habitantes, sino en extensión real y física. En el Cabanyal, se empieza a ganar terreno al mar de una manera inopinada. A medida que avanza la construcción del muelle del puerto, iniciado en 1792, el mar se aleja cada día un poquito y en su lugar va naciendo una nueva tierra. En la costa de Valencia, el oleaje va de Norte a Sur, y arrastra los fondos marinos hacia Cullera, hasta que unos oleajes de signo contrario restablecen el equilibrio. Pero a este proceso se le opuso un muro de contención artificial: el muelle consti­tuía un freno para las arenas, que al chocar con él iban sedimen­tando lentamente. Todo este aterramiento fue elevando insensible­mente el nivel básico del terreno, y el agua que inundaba el Cabanyal durante los temporales y que prácticamente ya no le abandonaba durante el resto de la temporada, formando unos "balsots" algo pestilentes, iba siendo contenida por las arenas, y la franja costera cada día estaba más seca. Ante los sorprendi­dos ojos de los pescadores, se extendía una playa cada día más espaciosa, y que les proporcionó interesantes posibilidades.

Más playa y algún problema


Este crecimiento de la playa representó un inconveniente bastante atípico. La casa dels bous, que sólo tenía sentido si se encontraba en primera línea de la playa, se había quedado postergada. Al permitirse nuevas líneas de edificación, la cuadra de la calle Escalante se encontraba muy alejada de su natural zona de trabajo. A los bueyes cada día les costaba más llegar a la orilla del mar, y eso no sólo representaba una incomodidad, sino un peligro real, porque la faena de los bueyes no se reducía a varar embarcaciones, sino también a salvar náufragos, y en muchas ocasiones no pudieron llegar a tiempo del rescate. Además, se ocasionaban muchas molestias a los transeúntes. No hay más remedio que construir una nueva casa, es decir, una nueva cuadra, la del reloj de sol, y, posteriormente, una Lonja del pescado, las de la sociedad de ayuda pesquera Marina Auxiliante. Este edificio de la Lonja es hoy en día el más emblemático del Cabanyal, sobre cuya protección integral se pone especial énfasis.

La Marina Auxiliante era la sociedad más antigua y más fuerte, pero con el nuevo siglo y la irrupción de las masas en la vida política, las cosas empiezan a cambiar. Respaldados por “El Pueblo”, el periódico de Blasco Ibáñez, los pescadores que no tenían barcas en propiedad empiezan a montar huelgas y a independizarse de los patronos. Montan una nueva sociedad llamada “El Progreso Pescador” y las autoridades no tienen más remedio que dividir la playa en dos: media playa para la Marina (entre Gas y los Ángeles) y media para El Progreso (entre los Ángeles y la Cadena), cada una con su lonja, su casa dels bous y, más tarde, su propio grupo de viviendas.

Con sus más y sus menos puede decirse que los miembros de estas dos sociedades vivían en dos zonas netamente diferenciadas. Los de Marina habían ido aposentándose en la nueva zona residencial (la nueva calle Mayor o calle de la Reina), que había ido surgiendo de nueva planta sobre los terrenos ganados al mar. En cambio, los de El Progreso habían ido ocupando el Cap de França, donde tenían su domicilio social.

Unos con diseños profesionales y otros con diseños más artesanales decoraron sus viviendas, sobre todo las fachadas, con un estilo modernista, de toques eclécticos y populares.

Entre el Cabanyal y el Cap de França se erigía la Iglesia de los Ángeles, que además de su servicio religioso, con el emblemático faro instalado en una de sus torres constituía una guía luminosa para marineros y pescadores. Digámoslo con palabras de Bernad Morales Sanmartín en su novela Fidelidad conyugal: “Fidela, al salir a la plaza de la iglesia tropezó con los hondos carriles que las ruedas de los carruajes dejaban en las masas de arena y ahogó un grito. Apoyóse en un joven olivo que nacía de un montículo de arcilla cuidadosamente enjalbegado, junto a una acera, y cuando le pasó el susto levantó los ojos y contempló a través de las lágrimas el faro que desde una de las dos torres de la iglesia indicaba a los navegantes la proximidad del huerto de Valencia y a los pescadores la de la playa de El Cabañal”.

El incendio de 1875


Un nuevo zarpazo vuelve a rasgar la vida del Cabanyal el 30 de mayo de 1875. No sabemos si un niño jugaba con fuego, si a una mujer se le escapó una tea o si un hombre apagó mal su cigarro. Lo cierto es que de la calle San Roque 24 se propagó un fuego que fue extendiéndose como un abanico hacia el mar. Como un terrible dragón, el fuego se fue alimentando de todas las barracas, empezando por los techos de paja y siguiendo por todos los enseres domésticos: sillas, camas, armarios, mesas y cuadros iban siendo devorados por la incontenible lengua roja agitada por el viento. El fuego dejaba al descubierto los "buques" de las barracas, de tronco de morera, para hundirlos después estrepitosamente, entre el humo de las pavesas y el acre olor a ceniza.
           
El número de barracas incendiadas ascendió a 250; práctica­mente el 75% de la barriada. La manzana comprendida entre las calles de San Nicolás (Padre Luis Navarro), Buenaguía (Barraca), y las trave­sías de la Marina y de Campos (que ahora se llama de Vicente Guillot, "el tio Bola") era la que se encontra­ba en el centro de la vorágine. Todavía hoy algunos conocen como las casitas de Campo ese bloque que en su conjunto tiene forma de barraca, aunque tenga tejado de obra y haya ido modernizándose en su interior. La manzana fue concebida como una compensación que ofrecían las autoridades a los damnificados, con la subvención del Marqués de Campo.

La anexión

           
La entrada en el siglo XX iba a traer muchas novedades. Para el Pueblo Nuevo del Mar, la princi­pal iba a ser la pérdida de su independencia y la incorporación de su Ayuntamiento, a todos los efectos, al munici­pio de Valencia. Era el verano de 1897.

La anexión estaba cantada. La historia de Pueblo Nuevo del Mar es la historia de un voluntarismo impotente. Pero si la independencia municipal sirvió para configurar y personalizar a un pueblo no iba a ser el instrumento más adecuado para la etapa posterior. Al menos no respondía a las expectativas que la gran ciudad tenía sobre la configuración de su futuro.

La política expansiva de la capital era muy fuerte, respondiendo a un modelo ideológico de ciudad engrandecida, dispuesta a no permitir más conflictos con municipios del entorno y deseosa de someter a sus intereses inmobiliarios y urbanísticos los terrenos prácticamente vírgenes de los municipios de alrededor. Por otra parte, no hay que olvidar el factor de prestigio "nacional" para la burguesía valenciana, que suponía habitar una gran ciudad o metrópoli de un tamaño semejante al de otras capitales del Estado.

Así pues, desde el principio, durante su independencia municipal e incluso después de la anexión, el Cabanyal-Canyamelar adquirió y mantuvo una personalidad propia que en febrero de 1978 llevó a la Dirección General de Patrimonio Artístico, del Ministerio de Cultura, a incoar un expediente de conservación que afectaba a 848 viviendas concretas y a otros varios elementos. Durante la tramitación del expediente van desapareciendo muchos de estos elementos conservables y en 1993 la Generalitat Valenciana bajo la presidencia de Joan Lerma lo que decide es declarar Bien de Interés Cultural el núcleo original del barrio, es decir, la trama en retícula perpendicular al mar, que debería considerarse intocable.

Conclusión


No cuesta nada pensar en un Cabanyal que podría consolidarse como zona privilegiada pues tiene los suficientes mimbres para ello. No cuesta nada pensar en un Cabanyal en el que vivir resultara un privilegio, pues cuenta no sólo con sus gentes sino con una trama sostenible, una trama a la medida de las personas, con espacios para la convivencia, con calles peatonales, con una trama urbanística que muchos urbanistas modernos desearían implantar frente a un colosalismo improductivo y desfasado. No cuesta mucho imaginarse un Cabanyal convertido, por obra y gracia de una inteligente y poco costosa rehabilitación, en una zona residencial, a la medida de sus vecinos.

Antonio Sanchis
Mayo 2010