Text de Víctor del Río


Notas sobre el álbum de familia.

Víctor del Río

El álbum de familia, como el cuaderno o el diario, es un lugar de sedimentación donde se alberga, no tanto un cúmulo de recuerdos, como el mapa de una mirada. Lo mismo ocurre con las notas de los escritores, o con los recortes de prensa coleccionables según los más dispares criterios, desde la obsesión del psicópata a la captura de erratas. Los cuadernos resultan ser así una práctica que excede la voluntad artística para convertirse en un lenguaje común de la intimidad. Ese lenguaje es homogéneo en su estructura interna, emparentada con las diversas modalidades de ensamblaje, a pesar de la variedad de sus formatos. Muchas personas componen y archivan álbumes adjuntando, además de las fotos, toda una variada gama de documentos que testimonian narrativamente viajes y eventos sociales. Retenemos con ese mapa un orden de aparición de los sucesos, y ese orden es en sí una narración biográfica. La lectura de esos episodios tiene su sentido en el espacio de resonancias de la intimidad. Pero la consignación de los recuerdos al ámbito del cuaderno o del álbum es un acto complejo de raíz netamente estética. El montaje y la manipulación de las fotografías, la gestión de esa herencia fotográfica que todos recibimos, anticipa una operación artística que impone nuevos códigos de lectura a los objetos. No es casual que los álbumes de fotografías tengan la forma de un libro. Un libro hiperbólico, de gran tamaño, con una encuadernación que simula las materias más nobles, desde la piel al nácar. El parentesco con la fijación de los recuerdos en el diario escrito está presente en su pura objetualidad, es necesario para ello que, como las lápidas, tengan la apariencia marmórea o nacarada que requieren estos continentes solemnes de lo biográfico.

Esa operación enhebradora de fragmentos, que participa de manera espontánea de las propiedades lingüísticas y estructurales del fotomontaje, tiene además una vertiente intersubjetiva. Los esquemas de una imaginería de la intimidad adquieren en la práctica un destino, si no universal, sí al menos compartido. Fotografías de playa o de piscina, retratos de primera comunión, cuadros al completo del grupo escolar, poses sobre la bicicleta... son episodios del reconocimiento, “lugares comunes” de la imagen cuyo esquema icónico hemos reproducido todos. La captación de la estética de lo familiar requiere de ese reconocimiento y de la asignación irónica de un valor universal a lo que es, estrictamente, un documento de intimidad. Así, la estética de lo “familiar” se basa en una familiaridad que es indisociable de lo estético. Todas esas fotos recogen escenas ya vistas, reproducidas no tanto por la mecánica de una cámara, como por la reproductibilidad de las costumbres. Ese desdoblamiento de la mirada, el vertido irónico sobre la autobiografía, nos permite convivir con nuestros propios excesos sentimentales. El fenómeno de lo kitsch prevé dosis idénticas de distancia e identificación; su equívoco estriba precisamente en la preservación de una cara afirmativa, oculta tras la ironía, que acepta sentimentalmente el objeto.

Nuestras propias imágenes infantiles forman parte de una “herencia”, algo ajeno que se nos atribuye y que nos pertenece al margen de nuestra voluntad. Nuestro yo de entonces queda así enajenado. Todo ese desván pasa a conformar el entramado de un pasado mítico que nunca hemos vivido, pero que consideramos necesario como un cúmulo de signos ya acontecidos y propiciatorios de nuestro presente. En la mirada que ejercemos sobre esas fotos, o sobre el mobiliario y los eneseres de nuestros padres, está anticipado un extrañamiento donde tiene cabida tanto lo siniestro como lo sentimental. En las fotos antiguas, la empatía con ese mundo previo, poblado de personajes desconocidos, se generaliza también en una familiaridad universal con el color sepia que las tiñe, con la simple referencia que suponen tales imágenes a una época perdida con la que ya no hay otra conexión posible que la estética o la narración mítica. La familiaridad se expande, y el abuelo retratado tiene ya la virtud de ser cualquier abuelo, de convertirse en un arquetipo para cada observador (siempre atrapado en su mirada unívoca). Esta generalización de las apariencias del pasado se constata en la retórica evocativa que produce la publicidad. El pasado, como la intimidad, se convierte en figura literaria, en ámbito de referencia visual y afectiva. Cualquier foto de época adquiere esa connotación. Desde nuestra mirada, las imágenes antiguas se pueblan de seres extraños que se aman, que se rodean con los brazos, que se relacionan entre sí y de cuya intimidad nunca hemos participado. En las fotos colectivas de nuestros padres apenas conocemos a uno o dos personajes. Sus actitudes revelan un parecido de época. La foto no recoge sólo una figura o un cuerpo, sino una conciencia entera. Plantarse ante la cámara implica para esos personajes un olvido vegetal del cuerpo. El exceso de protagonismo al ser observados promueve defensas inconscientes. La timidez de los niños antiguos se recoge como el pantalón corto en arrugas que llegan hasta el estómago. Esos niños tienen siempre orejas de soplillo y se retraen con los brazos a medio camino de los bolsillos. O se les caen los hombros para contradecir la sonrisa insegura que muestran a la cámara. En las fotos de grupo siempre escapan al control del retrato canónico distracciones y sonrisas que han resbalado a la perplejidad. A diferencia de nuestros actuales retratos, los hombres, las mujeres, los niños antiguos, nunca intentan fusilar con la mirada desde la foto.